jueves, 28 de agosto de 2008

Creel

Al viajero que por primera vez visita la sierra de Chihuahua, Creel se aparece como una visión traída desde el viejo oeste. La marginación convive con las comodidades de un centro vacacional de montaña. Los rarámuri, dueños ancestrales de la tierra que la modernidad aún no termina de arrebatarles, ennoblecen a un pueblito habitado principalmente por chabochis, o "barbudos". Y conviven, más o menos, en armonía. Pero sobre todo, Creel es el olor a pino, la paz de la sierra y la belleza de las noches estrelladas. Es el manto de nieve más puro que se pueda encontrar en esta nación. Por eso es tan doloroso que muchos comunicadores hayan conocido la existencia de Creel con una noticia tan desgarradora. Javier "El Pato" Ávila s.j. comparte el relato dolorosísimo de las horas posteriores a la matanza. Queden sus palabras como el testimonio de lo que, de ninguna forma, debería suceder. Nunca.

Les comparto lo sucedido en Creel. También, si quieren, pueden visitar la página www.eldiariodechihuahua.com y entrar a 'Narra padre minutos tras masacre en Creel'
GRACIAS POR SUS LLAMADAS, SUS CORREOS, SUS PRESENCIAS.
Las y los quiero, las y los rezo.
Pato
Me encontraba a la mitad de una celebración eucarística cuando comencé a escuchar ruidos que alteraban la tranquilidad del pueblo y la tranquilidad de mi corazón. Fue difícil seguir la misa, y me urgía terminar para salir a ver qué pasaba. La gente ya me andaba buscando para decirme que habían matado a dos muchachos en un enfrentamiento con metralletas y estaban tirados afuera del salón Profortarah (salón ejidal en donde se tienen todo tipo de eventos). Sin preguntar más datos corrí por mi camioneta para salir a ese lugar. Fue muy duro llegar y encontrar que no eran dos ¡que eran 13! y todos muertos de manera salvaje, tirados en la tierra, regados como bultos, sobre charcos de sangre. Era una escena que nunca se había visto en el pueblo, ni en el estado. Gloria, a quien el año pasado casé en segundas nupcias, fue a la primera que encontré, deshecha. Llorando a gritos me decía ¡'no es justo, padre, lo que le hicieron a mi hijo'! Oscar Felipe tenía un hueco en la garganta que me dejó helado, y enseguida estaba Edgar Alfredo cubriendo con el cuerpo a su bebé de año y medio, y así fui recorriendo uno a uno. Cuando apenas llegaba al cuarto cuerpo no pude más y me rompí. Las lágrimas se sumaron a mi recorrido por todo el terreno cubierto de cuerpos destrozados, de sangre, de masa encefálica, de llanto, de histerias, de rabia, de impotencia. No fue sorpresa constatar que no había ni un solo policía en el lugar. Entonces, yo no podía seguir débil, porque alguien tenía que asumir la responsabilidad, con cabeza clara para tomar decisiones. Mi primera llamada fue con el secretario general de gobierno que no acababa de creer lo que le iba describiendo; luego me llamó la procuradora del estado y así siguieron las llamadas constantes. No fue fácil calmar a la gente, ni impedir que levantaran los cuerpos de sus hijos para esperar a que llegaran las autoridades ministeriales a levantar actas. Llamaba una y otra y otra vez, y le urgía al secretario de gobierno que me mandara gente a resguardar la zona, a controlar la situación; pero él también por más llamadas que hacía no podía encontrar policías cercanos que me apoyaran. Fue el único que me estuvo llamando constantemente para echar porras y fortalecer lo que trataba de hacer. La gente se oponía -¡lógico!- a que los cuerpos fueran traslados a Cd. Cuauhtémoc (dos horas de Creel) para las autopsias y tuve que decirle a la procuradora del estado que sobre mi cadáver saldrían esos cuerpos, y no me importaba lo que decía la ley; que se desplazara el equipo especializado para hacer todos esos trámites en Creel. Quizá me oyó tan alterado que no hubo ningún problema en acceder, y hasta me pidió un favor para que el trámite se acelerara al llegar los ministeriales a levantar las actas: que fuera tomando fotos a cada cuerpo. Accedí y volvió el dolor. Afortunadamente a esas horas y luego de tanto diálogo, convencimiento, argumentos, pláticas, la gente me secundaba, tranquilos, en lo que yo les pedía. Y así fui pidiendo que se retiraran para descubrir cuerpo por cuerpo y tomar las fotografías. Luego de poco más de tres horas llegaron varios elementos de la policía ministerial y comenzó el siguiente viacrucis cuando se fueron levantando todos los cuerpos, uno por uno, para trasladarlos a la funeraria en donde se les haría la autopsia y se les prepararía para velarlos.
Por hoy es lo que les comparto, todavía con un dolor muy embarrado a la piel y un corazón muy lastimado. Muy resumidas las cuatro horas de llanto, dolor, impotencia, incertidumbre, rabia, espera... Sigo después...
Las y los quiero, las y los rezo
Javier

martes, 26 de agosto de 2008

60 caballos


Lo anunciaron hoy por la radio. Por la noche lo veremos en las noticias. Mañana lo leeremos en los diarios. Ellos prometieron que este año no habría inundaciones. Que el drenaje pluvial estaba listo para una y otras muchas temporadas de lluvia. Que en la capital las inundaciones serían recuerdos de un pasado en subdesarrollo. La tormenta lo agarró en el trabajo. ¿Quién lo iba a pensar? Su trabajo era cuidar caballos en la ciudad más grande del mundo. Y, con una mala suerte que de ser buena le habría hecho ganar la lotería, la carta de lo improbable le tocó dos veces. El torrente turbio torció hacia la cañada donde se ganaba la vida. Y se lo llevó. En vez de salvar su vida con premura, intentó salvar a los caballos. Ellos también murieron. Dijeron que 60 en total. Indignados, recordaremos durante algún tiempo su muerte y la de los caballos. De él, jamás aprenderemos su nombre. De los caballos, tal vez recordaremos durante bastante tiempo su cantidad. Así son las cosas en este mundo, donde los caballos tienen número, y algunos hombres no tienen nombre. Me pregunté si el dueño lamentaría tanto la muerte de su empleado tanto como la de sus caballos. Suspiré, y seguí con mi trabajo.

lunes, 25 de agosto de 2008

Estatua de sal.


Le decían que se había vuelto loco. En realidad, sucedió de pronto que los dolores del mundo le pesaron demasiado sobre los hombros. Comenzó llorando por los pétalos caídos de la orquídea en el jardín. Luego sintió como suyo el tiritar de esas pequeñas criaturas en las que nadie repara, a las que nadie pone atención. Podía sentir la preocupación de las palomas en el parque, buscando el alimento cotidiano. La angustia del perro dormido en un charco, a la mitad de la banqueta. La soledad de aquella gata, a quien le arrebataron sus gatitos para regalarlos. Fue inevitable que su corazón se vaciara de vida cuando veía a la anciana, pidiendo limosna para quién sabe qué operación. Era suya la sangría de los que esperaban turno para un transplante urgente en el Hospital Civil. Eran suyos los dolores de las madres que parían los muertos cotidianos en las noticias. Terminó sintiendo cómo sus piernas estallaban cuando un joven que repartía tarjetas pisó una mina personal en el campo de alguna república balcánica. En silencio sentía la oscuridad que sigue a la muerte de las estrellas. Entonces, las lágrimas que escurrían por sus mejillas todo el tiempo agotaron la humedad de su cuerpo. Al menos eso pensó él. Al verse al espejo, se vio a si mismo como una estatua de sal: así... sin el agua de la lágrima, pero con toda la amargura de la sal. Todo él un conglomerado níveo de granos de cristal. Y pensó que la vida era un torrente ominoso, un océano indómito ante el cual no podía hacerse frente. Sólo dejarse tomar. Sólo diluirse en la inmensidad de dolores que se concatenan en la interminable cadena de la humanidad. La última tarde se desató la tormenta, y él creyó que el estruendo del agua que caía era el final de todos los diques. Así, el único sentido de su existencia era salar la mar incontenible. Salió a la calle para recibir el aguacero. Y para su sorpresa, al sentir el agua correr por sus costados, descubrió una piel cálida y palpitante: la suya. Pensó que la vida, con sus dolores, era corriente de agua precisamente para limpiar la costra de sal que cada ser humano va juntando como resto de sus lágrimas. Pensó que tenía otra oportunidad para sentir, con la misma fuerza con que se había adherido a las penas de la noche, las alegrías de cada amanecer. Cuando giró la cabeza, libre ya de la costra salada que le envolvía, vio la luz que se le había revelado un momento antes. Diáfana, hermosa, se acercaba con rapidez.


La gente, en torno a él, no podía explicarse el porqué de la sonrisa con que había recibido el impacto contundente del camión de materiales que lo embistió. Sonrisa que aún miraba la noche que se limpiaba de nubes cuando vinieron a ponerle una sábana sobre el cuerpo. Pero dicen que cuando el sol, a la mañana siguiente, secó el charco donde su cuerpo yació sin vida, apareció un pequeño banco de sal.