Le decían que se había vuelto loco. En realidad, sucedió de pronto que los dolores del mundo le pesaron demasiado sobre los hombros. Comenzó llorando por los pétalos caídos de la orquídea en el jardín. Luego sintió como suyo el tiritar de esas pequeñas criaturas en las que nadie repara, a las que nadie pone atención. Podía sentir la preocupación de las palomas en el parque, buscando el alimento cotidiano. La angustia del perro dormido en un charco, a la mitad de la banqueta. La soledad de aquella gata, a quien le arrebataron sus gatitos para regalarlos. Fue inevitable que su corazón se vaciara de vida cuando veía a la anciana, pidiendo limosna para quién sabe qué operación. Era suya la sangría de los que esperaban turno para un transplante urgente en el Hospital Civil. Eran suyos los dolores de las madres que parían los muertos cotidianos en las noticias. Terminó sintiendo cómo sus piernas estallaban cuando un joven que repartía tarjetas pisó una mina personal en el campo de alguna república balcánica. En silencio sentía la oscuridad que sigue a la muerte de las estrellas. Entonces, las lágrimas que escurrían por sus mejillas todo el tiempo agotaron la humedad de su cuerpo. Al menos eso pensó él. Al verse al espejo, se vio a si mismo como una estatua de sal: así... sin el agua de la lágrima, pero con toda la amargura de la sal. Todo él un conglomerado níveo de granos de cristal. Y pensó que la vida era un torrente ominoso, un océano indómito ante el cual no podía hacerse frente. Sólo dejarse tomar. Sólo diluirse en la inmensidad de dolores que se concatenan en la interminable cadena de la humanidad. La última tarde se desató la tormenta, y él creyó que el estruendo del agua que caía era el final de todos los diques. Así, el único sentido de su existencia era salar la mar incontenible. Salió a la calle para recibir el aguacero. Y para su sorpresa, al sentir el agua correr por sus costados, descubrió una piel cálida y palpitante: la suya. Pensó que la vida, con sus dolores, era corriente de agua precisamente para limpiar la costra de sal que cada ser humano va juntando como resto de sus lágrimas. Pensó que tenía otra oportunidad para sentir, con la misma fuerza con que se había adherido a las penas de la noche, las alegrías de cada amanecer. Cuando giró la cabeza, libre ya de la costra salada que le envolvía, vio la luz que se le había revelado un momento antes. Diáfana, hermosa, se acercaba con rapidez.
La gente, en torno a él, no podía explicarse el porqué de la sonrisa con que había recibido el impacto contundente del camión de materiales que lo embistió. Sonrisa que aún miraba la noche que se limpiaba de nubes cuando vinieron a ponerle una sábana sobre el cuerpo. Pero dicen que cuando el sol, a la mañana siguiente, secó el charco donde su cuerpo yació sin vida, apareció un pequeño banco de sal.
1 comentario:
¿qué debió de haber sentido el asfalto mientras se escocían las heridas de la silueta con el sudor de cada fragmento salado?
¿qué nuevo paisaje habrá habitado el vouyerista que fue testigo todo momento de la muerte trazada con el color del mar?
¿qué habra ocurrido con los minúsculos granos de sal que insinuaban su rendida silueta?
¿qué diáfana mujer, al besar con sus tibios y firmes pasos el camino tantas veces andado, habrá fragmentado más y más la silueta, posiblemente hasta hacerla desaparecer? ¿y si al despertar encontró dibujada en su sábana la silueta de sal que soñó abrazándolo con la fuerza de una eterna y luminosa noche de abrazo amoros? Puede ser.... también.
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