Se despertó con sobresalto justo a la medianoche. El frío le caló justo en los huesos, y buscó entre los trapos desgarrados que tenía a la mano alguno que le cubriera del sereno de la incipiente madrugada. El escalofrío le hizo perder el sueño casi de inmediato, así que se levantó por un momento. Al menos pensó que sería un momento. La luna, en cuarto creciente, era apenas una rayita de luz en medio de una noche estrellada, sin nubes y sin grillos. Ante sus ojos, el paisaje apenas iluminado era un llano extenso, cicatrizado por todos lados de lápidas y cruces. Sintió un segundo escalofrío, pero este en sentido contrario: de las entrañas huecas a la punta de la cabeza. Estaba en medio de un cementerio, y no podía recordar cómo había llegado hasta allí. Por más que le exigía a su voluntad entornar sus ojos, no podía terminar de acostumbrarse a la obscuridad. Pero había algo muy extraño. Aunque sus ojos no le respondían se sentía totalmente conciente de lo que sucedía a su alrededor. Poco a poco, una tras otra, mil pequeñas flamitas empezaron a convertirse en presencias sensibles. Y la noche silenciosa en estruendo. Ora escuchaba el llanto de una mujer, que dirigía una conversación incomprensible a una fría piedra. Ora un conjunto norteño, cantando corridos que hablaban de muertos y de camionetas. Ora el jolgorio de un grupo de jóvenes rubios, que parecían divertidos y muy borrachos. Todo dentro de su cabeza, todo al mismo tiempo, todo creciendo y enredándose en un tumulto. Quiso correr, pero toda su voluntad se escapó al vacío. Sintió como si todo el deseo de escapar de ese lugar saliera de su pecho disparado al cenit. Percibió un estallido violento, y otro, y otro más. Sin embargo, sus piernas no se movieron un milímetro. Las presencias, las voces, la música... todo estaba cada vez más cerca. De repente, vio y escuchó. A su derecha, sentado sobre la tierra estaba un torso del que brotaba, cual enredadera seca, un cuello esquelético que sostenía un cráneo níveo. El rostro cadavérico tenía sólo unos hilachos en lugar de pelo, y unos pocos girones de carne podrida colgando indolentes de sus pómulos. Supuso que el susto se apoderaría de todo su ser... y para su sorpresa, no sintió miedo. Era como si en medio de todo ese fantasmagórico tumulto, aquella visión (ésta, real percepción de sus maltrechos sentidos) fuera lo único normal. Se miraron fijamente a través de las cuencas oculares vacías. Aquel rostro enfrente suyo se las arregló para transmitir hastío y resignación sin la ayuda de los músculos faciales que los vivos conservan. Abrió la floja mandíbula, y habló con claridad: "¿Su primera noche de muertos verdad? Es una monserga tanta visita, pero ya se acostumbrará usted. Tenemos toda la eternidad para ello..."